Esperare en Murak
J. G. BalardLo que Henry Tal is, mi predecesor en el Radio Observatorio de Murak, sabía en realidad, no puedo decirlo. Daba la impresión de saberlo todo y de que aquel as tres semanas que estuvo conmigo en la estación enseñándome —cosa que podía haber hecho fácilmente en tres días—, fueron únicamente para decidir si contármelo o no. Lo cierto es que nunca lo hizo, y este juicio implícito en contra mía es una de las cosas que no he comprendido nunca.
Recuerdo que el primer día después de mi l egada a Murak me hizo una pregunta que me ha tenido preocupado desde entonces.
Estábamos en la sala del observatorio, contemplando los arenosos escol os y los conos fósiles de la jungla de volcanes, mientras caía el falso crepúsculo; la gran cúpula acerada del telescopio, de setenta metros de diámetro, enfocaba, sobre nosotros, su ojo al espacio.
—Dígame, Quaine —me preguntó Tal is de improviso—: ¿dónde le gustaría estar cuando l egue el fin del mundo?
—En realidad —admití—, no he pensado mucho sobre eso. ¿Es que es urgente?
—¿Urgente? —sonrió burlón—. Espere a estar un poco más tiempo.
El estaba casi a punto de acabar su período en el observatorio y supuse que se refería a la desolación reinante a nuestro alrededor y que, después de quince años, iba a dejar a mi único cuidado.